África. Fascinante África, triste. Me había pasado el viaje llorando en el avión. Después, los trescientos quilómetros en autobús desde la capital hasta la ciudad donde viven mis amigas los había llenado con recuerdos húmedos de otros viajes que no había hecho sola. Pero una semana de tranquilidad, sentada en el porche de aquella casa colonial, sin otra ocupación que ver fluir el río en el nunca nos bañamos dos veces, me había ayudado a ver las cosas desde otra perspectiva.

Fue en ese porche, sentadas bajo el mango que vigila las aguas de la orilla, donde alguien nos contó esta historia. Al escribirla evoco el Sol inclemente del mediodía; el calor seco que traía el desierto, lejos al norte; la voz suave del narrador, su francés de acento peculiar. Estaba en África y ahí estaba el Río adormecido, cautivador, poderoso en su inmensidad, escuchando tan atento como nosotras.

Faná era una chica como cualquier otra en la aldea. Tenía cinco hermanas, todas menores que ella, todas niñas. Por eso pocas semanas antes, al nacer Kalo, la sexta, una niña de nuevo, su padre las había abandonado y se había casado con otra mujer de quien esperaría tener un hijo varón.

Pero aquello no supuso ningún cambio para Faná. Acababa de terminar la estación húmeda, el mijo estaba a punto para la cosecha y la hierba de la sabana comenzaba a amarillear. Faná se levantaba con el Sol, y regaba el pequeño huerto junto al Río antes de ir a la escuela con sus hermanas. De vuelta, al mediodía, cogía unas flores del frangipán que crecía a la vera del camino y hacía con ellas un modesto ramo que alegraría la choza donde vivían. Más tarde se iba a pescar.

Le encantaba pescar. O más bien le gustaba el Río, Gher N’Igheren, río de ríos. Cogía la red, pequeña y vieja, mil veces apedazada; subía a la piragua, también pequeña, también vieja, y remaba río arriba, lejos, hasta ese meandro medio escondido donde nadie la vería, donde podría estar a solas con el Río. Nadaba un rato y el Río le acariciaba la espalda, el cabello, los labios; le regalaba los nenúfares en flor, el vuelo de los pájaros, el rumor de las hojas de los árboles que descansan sobre la orilla; y ella cantaba dulce, suavemente, y su voz huía con la corriente. Después, ya en la barca, lanzaba la red y esperaba con una mano en el agua, devolviendo las caricias al Río. Horas más tarde, cuando el Sol se acercaba al horizonte, recogía la red que el Río había llenado para ella: otro regalo. Bebía con placer de aquella agua fresca y volvía alegre, corriente abajo, con una última mirada de agradecimiento al Río que la esperaría allí, paciente y soñador, hasta el día siguiente.

Y así pasaban un día tras otro, y Faná se sentía afortunada a pesar de todo. Y llegó el tiempo en que su felicidad debía ser completa, pues un vecino de la aldea la pidió en matrimonio; así se convertiría en lo más bello: una mujer, una amante, una madre. Desde ese momento, sin embargo, un velo de tristeza ensombreció aquella mirada radiante, juguetona, que reflejaba como ninguna el agua del Río al Sol de mediodía.

Ocurrió poco después. Aquel día se hizo tarde en el Río: Faná no se cansaba de hundir la mano en el agua clara y fresca, de remojar sus labios en ella, de sentir la suave corriente acariciándola. La Luna los espiaba, tímida, esperando al Sol poniente que se demoraba. Comprendió que debía regresar. Dejó que sus lágrimas empaparan el agua que la rodeaba y, olvidando la red, se alzó para regalar una última mirada al Río. La noche comenzaba a envolverlo todo; el agua se había vuelto negra, apenas sí se distinguían los nenúfares alrededor de la barca, sus flores avergonzadas cerradas ya hacía rato. Solo les acompañaban una tenue claridad en el horizonte y la sombra de otras barcas que, a lo lejos, se apresuraban hacia los fuegos que ardían en la ribera. Todo lo perdió de vista Faná en medio de aquel silencio, y cayó sobre el lecho de flores; sin luchar, más lágrimas fundiéndose en las aguas cálidas que la abrazaban.

Y así como el Río sigue fluyendo, la estación seca pasó y volvieron las lluvias, y ya de nuevo el Sol castiga sin piedad las tierras aún verdes. Ahora es Kanou quien sube a la barca cada tarde, temerosa, mirando triste al que se llevó a su hermana, este Río que no es tan dulce ni paciente con ella, aunque continúa regalándole una red llena de peces y contrición. Y Kanou no se aleja mucho de la orilla, para poder ver como las otras niñas hacen volar una cometa hecha de cañas y ropa vieja mientras cantan una antigua canción colonial:

Cerf-volant
Volant au vent
Ne t’arrête pas
Vers la mer
Haut dans les airs

Un enfant te voit
Voyage insolent
Troubles enivrants
Amours innocentes
Suivent ta voie
Suivent ta voie
En volant

Cerf-volant
Volant au vent
Ne t’arrête pas
Vers la mer
Haut dans les airs

Un enfant te voit
Et dans la tourmente
Tes ailes triomphantes
N’oublie pas de revenir
Vers moi (*)

Y entre los pájaros que vienen del frío del norte hay uno de plumas brillantes que se acerca a la cometa y juega con ella, se posa junto al Río y saluda a las niñas con una mirada intensa; y también canta dulce, suavemente, en la lengua de los pájaros.

Y cada año, con el calor, el pájaro vuelve. Vuelve a ellas y al Río.

Tal vez yo también volveré el próximo otoño.


(Imágenes, del río Níger en Mali, por el autor; la de la frangipani -¡la flor más bonita del mundo!-, por Charlie Harutaka, obtenida en Unsplash.)

(*) La canción es la letra de «Cerf-volant», de la BSO de «Les choristes», por Bruno Coulais:

Cometa / que vuelas al viento / no te detengas / hacia el mar / alto por los aires

Un niño te ve / viaje insolente / emociones embriagadoras / amores inocentes / siguen tu camino / siguen tu camino / volando

Cometa / que vuelas al viento / no te detengas / hacia el mar / alto por los aires

Un niño te ve / y en la tormenta / tus alas triunfantes / no te olvides de volver / a mí.)


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