Llegué pronto a Calella y pude disfrutar de un paseo solitario por la playa. Sentada en la arena mirando al sur, allí estaban las Formigues; tan cerca y, en cambio, la cámara de fotos las sugería muy lejos, como deformadas en el espejo de un agua algo movida. El sol asomó su cliché por el horizonte, a mi izquierda, y me pareció el principio de una película. Mi película de la Radikal.

Estaba lista. Me levanté, me di la vuelta y el paseo se había llenado de gente: unos desayunaban, otros escrutaban el mar, todos se saludaban; muchos ya se ponían el neopreno.

Busqué a mis amigos. Casi todos habían llegado ayer, habían disfrutado de las actividades del sábado (los relevos, la chocolatada…). Volví a lamentar no haber podido venir: lo habría pasado bien, y también me habría ayudado a estar más tranquila hoy. Pero había pasado el verano nadando por toda la costa: travesías medianas, de dos mil, tres, tres quinientos; me había atrevido con una de seis, más al sur, con el agua calentita. Estaba en forma. No era ni mucho menos mi primera competición. ¿Por qué, pues, ese cosquilleo en el estómago? ¿Sería por tener que nadar de verdad en mar abierto? Quién sabe… Pero el hecho es que los nervios no me habían dejado dormir demasiado, y me había tenido que obligar a comer una manzana y un par de tostadas. De eso hacía ya tres horas.

Pasé junto unas mesas en las que la organización ofrecía agua. Bebí un vaso, me calmó un poco. También había botes de vaselina. Otra buena forma de quitarse los nervios, el ritual previo: desvestirse, ajustar gorro y gafas, untarse cualquier zona susceptible de rozamiento, estirar un poco… Miraba alrededor y pensaba. Me habían dicho que era la mejor travesía a este lado del Ebro. Había leído crónicas – unas más convencionales, otras menos. Había buscado fotos por toda la red, visto docenas de veces un vídeo, y otro, y otro, me había empapado del ambiente que todo el mundo aseguraba era incomparable. ¡Y lo era!

Pasamos bajo el arco de salida. Oigo a alguien decir que el agua está a diecinueve grados. ¡Fresquita! Hablamos sobre la estrategia en la salida, mientras por los altavoces se oyen las últimas indicaciones de la organización. La playa está llena de nadadores esperando hacer un buen papel; el paseo está lleno de gente que nos anima a hacerlo; y yo, llena de entusiasmo. Suena la sirena. Andamos hacia las olas; los nervios, obstinados, reaparecen. Ya tenemos el agua por la cintura; una zambullida y, de repente, todo es de color blanco; blanco de la espuma del agua que hierve.

Nada más salir el plan se va al garete: pierdo de vista a mis amigos, o más bien veo solo cuerpos negros con cabezas doradas. Lucho por encontrar un par de metros de agua libre. Ya no hay nervios; solo adrenalina y mis brazos pensando: ¡nada rápido antes de que los que vienen detrás te pasen por encima! Recibo algunos golpes, otros reciben algunos de mí; es lo que tienen las salidas en masa. No consigo ver ninguna boya y me limito a seguir a los que tengo delante…

El estrés de la salida duró poco. ¿Tal vez diez minutos? En seguida encontré un espacio de agua despejado en el que nadar a gusto y disfrutar de las vistas a mi derecha: rocas, árboles, acantilados; Costa Brava en estado puro. Empecé a notar que las olas eran altas, casi un metro; nos venían de cara, no era cómodo nadar así (¿quién dijo que lo iba a ser?). En lugar de luchar contra ellas me relajé, bajé el ritmo. Me enfrié; lo noté al parar cerca del avituallamiento para orientarme. Allí había que encarar las Formigues; fue fácil, solo había que ir hacia el sol. Me puso de mal humor encontrar el envoltorio de un gel flotando. Aceleré. En cinco minutos se me había pasado el frío, al que sustituyó un ligero mareo provocado por las olas de costado.

Pasé a escasos metros de las islas, dejándolas a la derecha. Firmado pues el asalto a las Formigues, tocaba volver. Fue fantástico. Iba a buen ritmo, las olas me perseguían; conseguí surfear unas cuantas. Había enfilado el faro de Sant Sebastià; vi que las boyas me quedaban más a la izquierda, seguramente por eso nadé sola toda la vuelta. Desde muy lejos vi el arco de meta, amarillo chillón contra las casas blancas de Llafranc. Lo enfilé directamente, aunque seguía viendo las boyas bastante a la izquierda: tres veces un kayak y una lancha pararon a decírmelo. Pero soy tozuda, y pensé que si estaban por ahí es que habría más nadadores cerca. No empecé a verlos hasta mucho más adelante, cuando la playa y el espigón del puerto se hacían ya evidentes.

Y la playa estaba abarrotada; incluso con las gafas empañadas lo veía. Si el ambiente a la salida había sido espectacular, a la llegada era emocionante: un pasillo de gente desde el agua hasta la meta, y más allá; hijos esperando a padres para cruzar con ellos la meta; padres esperando a hijos para sentirse orgullosos de ellos; novios y novias, maridos y esposas, amigos, amigas, perros, gatos, gaviotas…, todos animando a los que llegábamos. Solo las medusas habían faltado a la cita.

Después todo fue un torbellino de sensaciones: la medalla colgada del cuello al terminar; beber y comer para recuperar fuerzas (¡qué gran idea incluir bizcocho en el avituallamiento final!); pasear hasta Calella comentando la jugada; y repetir todo una hora más tarde en la 1.5, esta vez nadando relajada, acompañando a otros para quienes también era la primera vez.

Volví a casa, feliz. Antes de despedirme, mis emociones las encerré en esta botella – para que flotaran por siempre en las calas de Calella.


Hace un par de días, paseando por el espigón del puerto de Palamós, encontré una pequeña botella flotando entre las rocas. Dentro había una estrellita de cinco puntas, dorada, y un papel húmedo en el que aún se podía leer el texto que acabo de reproducir. Me creo cada palabra que hay escrita.

(Imágenes, por el autor.)


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3 respuestas a “Radikal MarBrava 2017, una crónica apócrifa

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