Hay playas de arena fina, largos arenales cuyo final no aciertas a ver; en otras es gruesa, piedrecillas que hacen daño a los de plantas delicadas; en lugares más bravos te reciben con cantos rodados, duros, inclementes. En ocasiones es un acantilado el que exige un salto mortal si quieres llegar al agua.

Ya dentro, es probable que solo nades de una punta de la playa a la otra. ¿O tal vez vas y vuelves?; aunque volver por el mismo camino siempre da algo de pereza. Puede que te limites al circuito de siempre, entre boyas.

Lo haces por inercia, sin pensar, con el piloto automático: meter el equipo en la bolsa, ir hasta la playa, nadar, regresar… ¿Cuándo fue la última vez que pusiste atención a las sensaciones del agua fría en tu piel? ¿La última vez que paraste a mirar, que bailaste con las olas? Nadar es una pequeña aventura; con sus obstáculos, sus inconvenientes. Acaso haya medusas, y una te picará: una simple herida de guerra; se cura rápido y deja una roncha que desaparecerá pronto, sin siquiera dejar cicatriz. En un tiempo ni recordarás los detalles.

Pero en ocasiones quieres ir más allá. Ves tierra al otro lado y quieres cruzar ese brazo de mar: la otra orilla es la tierra prometida, tu recompensa. Quieres llegar a ella. No es la meta lo que importa, te dicen, sino el camino que te lleva. Disfrutarás nadando, por eso lo haces. Lo preparas todo bien, te dejas aconsejar, evalúas tus opciones. Tienes un plan; o apenas un esbozo: lanzarte de cabeza y nadar. Pero en el agua estás solo, sin alternativa: llegar o fracasar. Tocar tierra o hundirte sin remedio.

Son tantos los peligros. Pero siempre pensaste que la aventura merecía la pena, que el premio justificaba el riesgo. Ya no puedes quedarte en esta orilla, soñando, dudando. Atrévete. A pesar de las corrientes, que te desviarán de la ruta imaginada; a pesar de las olas que te zarandearán sin piedad; de las mareas, enemigo formidable.

Dolerá. Puede ser al principio, antes de que los músculos entren en calor; o en la mitad, cuando empiezan las dudas; o al final, cuando lo tienes cerca pero no estás aún seguro de si vas a llegar. Puede que no llegues.

A veces las olas, incluso las más pequeñas, no te dejan ver tu objetivo; o la travesía se alarga y es la noche la que te ciega. Si eres afortunado habrá un faro que te guíe. ¡Pero cuídate!: fuegos fatuos engañosos pueden desorientarte. Y no escuches los cantos de sirena que harán que termines estrellado en las rocas.

El vértigo te hará sentir nauseas. No las puedes vencer, solo sobreponerte y seguir nadando. Volver atrás ya no es una opción; no está en tu mano, ya no.

Y hay el abismo. Ese abismo oscuro al que miras constantemente. Hace tiempo que dejaste atrás la costa, el agua azul con sus promesas felices. Frente a ti el horizonte que te espera, te llama desde la distancia; y por debajo una inmensidad negra, en cuyo seno se mueven sombras aún más negras. Son monstruos, sí: tus monstruos, tus dudas; aquellas con las que saliste y otras que has ido recogiendo por el camino. Esperan que desesperes, que pares, que te hundas un poco para envolverte en su abrazo frío y no dejarte remontar. Y otras que no ves, que ni siquiera imaginas: tu confianza ciega no evitará que salten sobre ti y te desgarren el alma. Unos fracasan en una larga agonía; los más afortunados verán terminar todo solo al final, con un fugaz destello, asombrada revelación: adiós a tus esfuerzos, tu sufrimiento, tus sueños.

Ajenas a todo, las aguas se cierran sobre tus ilusiones.

Es el fin.

Te parece el fin. Y te preguntas si volverás a intentarlo.

Acaso la próxima vez tengas suerte: llegarás a tu meta en la playa, pondrás pie a tierra y tocarás el cielo. Acaso. Y cuando hayas descansado un poco tendrás que explorar esa costa, averiguar si es lo que habías soñado.

Pero esa ya es otra historia, aquí solo hablamos de nadar…

 

 

(Imagen de portada por Jonathan Bean, libre de licencia, obtenida en Unsplash.)


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