La cura para todo es siempre agua salada: sudor, lágrimas o el mar.
(Isak Dinesen/Karen Blixen)
Fue un verano pasado por agua; salada.
Fue en el Loira, en Quiberon, en Finistère. Fue en La Rochelle, en Donostia y en los Pirineos. ¡Y en ningún sitio pude nadar!, ni siquiera meterme en el agua por encima de las rodillas. Las circunstancias lo impidieron.
Fue la lluvia la que me mojó – cosa que me encanta. De vuelta al trabajo, fue la hedionda Barceloneta con lo que me tuve que conformar.
Y fui, hoy, a Fenals; a la Vía Brava: la playa casi vacía, el día amenazando más lluvia. No he madrugado, alguno me veía entrar en el agua degustando el aperitivo. Pese a ello, el mar era un espejo: sin viento, sin olas, el agua transparente y limpia, limpia de verdad.
Con cada brazada no dejo de preguntarme cómo, por qué puedo conformarme con nadar en la Barceloneta. Les hablo a los cormoranes que se secan en las rocas; a los sargos curiosos que se me acercan; a un par de medusas que flotan a mi lado, indiferentes. Todos me dicen lo mismo: eres un idiota. ¿Qué te cuesta subir al coche y conducir una hora para nadar aquí? ¿Por qué siempre vence la abulia; las circunstancias, que se interponen; y la pereza, maldita pereza?

Mi propósito para esta temporada no es entrenar más metros; no es nadar más rápido, ni preparar alguna maratón.
Es simplemente nadar donde más me gusta, siempre que pueda. Sin circunstancias.










(Imágenes por el autor.)
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Grande Bruno! eso es lo importante!
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