La mitad más uno es el momento en que pasas el punto medio: el arco de meta ya está más cerca que la salida.

(Eso no quiere decir que quede poco.)

Vas nadando despreocupado, con el piloto automático, y de repente algo llama tu atención: una sombra, una ola diferente a las demás, un movimiento apenas intuido por el rabillo del ojo… Dentro de ti se dispara un aviso, te detienes. Miras alrededor mientras braceas levemente: nada parece haber cambiado, no sabes bien qué te sacó del sopor. El caso es que miras atrás y estás muy lejos.

Recapitulas.

Saliste fuerte y confiado, pero la travesía es larga, muy larga, y dura. En algún momento fuiste consciente de ello y frenaste un poco, guardando fuerzas. Por contra, en ese par de tramos en que no hubo viento y el agua era un espejo y lo tenías todo a favor, todo lo diste como si no fuera a haber un mañana. Pero lo hubo, y llegó con grandes olas y te vaciaste para avanzar poco a poco contra viento y marea, nunca mejor dicho. La secuencia se repitió al cabo de unos cuantos kilómetros más; y de nuevo hace apenas un rato.

Y ha sido tras esos momentos cuando más te ha costado avanzar: los brazos agotados por el esfuerzo anterior; ese peso en el estómago que tira de ti hacia abajo, hacia el abismo sin fondo; y la cabeza luchando para encontrar razones para seguir, para no rendirse. Y pese a que aún queda un largo trecho te empeñabas en echar la vista atrás, la mirada vidriosa y los ojos enrojecidos, llenos de agua salada porque las olas enormes fueron demasiado para tus gafas; esas gafas que el vendedor prometió que aguantarían todo. O tal vez lo que tú creíste una promesa no era tal.

Y es probable que vuelva a pasar: un tramo en calma barrido por el temporal, entonces la lucha, y la convalecencia que sigue. Pero de momento has llegado hasta aquí.

Miras atrás por penúltima vez; te das cuenta de que es imposible volver. Das media vuelta. Al frente, poca cosa: un banco de niebla te impide ver lo que te espera. Pero es fácil predecirlo: el agua seguirá en calma un rato; y volverá a haber viento, olas, en algún momento se hará de noche otra vez…

No ves el final. Solo sabes que, ahora, estás más cerca que del principio. No sabes cuánto más tendrás que nadar, ni si te quedarán fuerzas para llegar. Porque cada vez estás más cansado, cansado de luchar cuando las cosas se tuercen. Y siguiendo ese hilo entra la duda: ¿estás disfrutando cuando todo va bien? Hace un momento decías que estabas yendo con el piloto automático. ¿Disfrutabas mientras nadabas en este mar plano? ¿Te has fijado en los pájaros que vuelan elegantes a tu lado? ¿En esos peces que te miran desde una distancia prudencial? ¿En los destellos que el Sol pinta en tu estela?

La mitad más uno. Y cuando llegues querrás recordar la épica en los pasajes difíciles. Pero mucho mejor será cuando saborees una y otra vez el recuerdo que dejaron los momentos dulces.

La mitad más uno. ¿Dónde está el final? ¿Llegarás? Bueno, siempre hay un final, te dices. Y te lo imaginas mientras arrancas de nuevo, siempre hacia adelante. Tal vez lo veas desde lejos, una playa arenosa a la que llegarás sereno, tras haber atravesado los arrecifes que la protegen. Tal vez sea un acantilado, hasta el que las olas te zarandearán para estrellarte contra él. O tal vez ni siquiera llegues y te hagan abandonar mucho antes, puede que incluso dentro de un rato, sin previo aviso: porque se agotó el tiempo; porque ya no puedas más y el cuerpo diga basta; o simplemente porque el peso acumulado en el camino sea demasiado y no logres mantenerte a flote un minuto más.

 

(Imágenes por Aron y Tim Marshall; libres de licencia, obtenidas en Unsplash.)


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