Mañana es el cumpleaños de una amiga. Llamémosla Maya (me consta que le gusta), la cuarentona (¡que igual ya no le gusta tanto!).
Ella es de las que merecen el aplauso cada tarde: es médica. Curro a destajo, mucho riesgo de infección, pocos medios… Y más del mismo pastel va a tener por su cumpleaños, en lugar de una celebración que había empezado a preparar con toda la ilusión hace meses. Así que seguramente la cosa quedará en un festejo íntimo, a dos metros de distancia y con protección. Y tal vez una tarta casera, si en el súper por fin han repuesto la levadura. ¿La llama de las velas matará a los virus?
Estos días todos somos Maya: si no es un cumpleaños ha sido una boda, una maratón, una comunión, un viaje al destino de moda. Vaya, cuántos planes habrán quedado aplazados, congelados, anulados. Y tampoco sabemos cuándo, ni en que condiciones; ni siquiera de si los podremos retomar tenemos nociones. Molestia leve para unos, grave hecatombe para otros; capítulos a improvisar en el relato cosmogónico de todos.
Las mentes pensantes (o más bien ejecutantes — de aquí, de allí y de más allá) nos lo van poniendo difícil. Como siempre, yendo a lo cómodo: igualitarismo de trazo grueso, en lugar de buscar soluciones razonables (escribe tus propuestas sobre la línea de puntos) atendiendo a circunstancias no tan generales. El virus no entiende de territorios, y nosotros nos ponemos a su nivel. Y se han tomado decisiones, siempre más malas que buenas — en función del color de la bandera con que las van firmando. Los súbditos hemos ido detrás, entendiendo poco y quejándonos mucho, indignados por esa pajita en tu ojo que, aún con la viga en el mío, puedo ver y sobre todo censurar. Porque han sido semanas intensas de escrutinio, investigación y crítica razonada, juicios sumarísimos con condenas vociferadas a los cuatro vientos desde el balcón, desde tuiter, desde la puerta del estanco cuando he salido a comprar tabaco.
Para compensar, o tal vez para acallar mi conciencia, me apunté a la lista solidaria bienintencionada que alguno colgó en el portal, “para ayudar a los vecinos más necesitados”. Tumbado en el sofá esperando a que me llamen, móvil en mano, aprovecho para dar likes a docenas de fotos de enfermeras con los ojos hinchados. Y lo seguiré haciendo, seguro, desde la terraza del bar de la esquina cuando lo abran.

Aún así nos hemos portado sorprendentemente bien. ¡Chupaos esa, finlandeses! No es que Rousseau tuviera razón; ni que hayamos escondido por un rato nuestras taras: estando encerrados (¡un mes en arresto domiciliario!) no se veían mucho. Y ya de vuelta, habiendo pasado lo peor del confinamiento, ahora que han levantado la mano podemos aliviarnos un poco, o más bien resarcirnos. ¡Y a fe que lo hemos hecho!
Pero hay vidas en juego. No debería costarnos mucho tener paciencia, seguir las reglas, pensar en los demás (una pista: los demás son los que viven más allá del quicio de tu puerta, aunque te saquen de quicio). Las matemáticas nunca ha sido muy bien consideradas, pero aún así me sorprende y asusta que tanta gente se descuente contando hasta dos. O tal vez no nos hayan insistido lo suficiente en que el deporte era individual. Nos gusta hacernos de rogar y que nos den las órdenes consignas con la zapatilla en la mano.
Mi excusa es que me encontré (en estricto orden alfabético) con Amalia, Ana, Ángela, Dani, Gaëlle y Maya, por casualidad (total, en Barcelona solo hay 4 km de playas), y ya que estábamos ahí pues nadamos juntos… Busca tú la tuya. Piensa si eres como tu vecino o tu cuñado, esos que andan con paso firme aunque su semáforo esté en rojo, seguros de que el mundo se ha de parar porque ellos pasan; esa minoría ubicua que se las apaña siempre para cruzar por delante de ti.
En poco tiempo haremos lo que queramos, otra vez; cuando, donde y con quien nos apetezca, pasando de los demás. Pero ahora muere gente. ¿Normas incómodas? Antes de ponerte la mascarilla, quítate las anteojeras.

Banda sonora: Madonna, “Human Nature”
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